Mes de marzo en Villaequis. Empieza a salir tímidamente el sol y los chiguitos andan con ganas ya de veraneantes, pipas en la escalera de la plaza, frente al quiosco de «La Asun» y cuerpos medio desnudos al aire, libres de protección solar y preocupaciones.
En esas ensoñaciones andaba Periquito Tocino cuando entró en la clase Don Taciano, el cura del pueblo, para avisar que la catequesis de esa tarde se haría en la iglesia de San Fructuoso, en lugar de la sacristía de Santa María.
Iba a ser ese un mayo de comuniones en el pueblo. Andaban los chiguitos alborotado,s pensando, más que en el sagrado sacramento, en las merendolas y los pasteles que se iban a comer con motivo de tan magna celebración.
Periquito ansiaba más que ninguna otra cosa comerse uno de esos merengues de colores que lucían en el escaparate de Bombón, donde siempre pegaba la nariz hasta que el viejo pastelero salía blandiendo una escoba y quejándose de las babas del escaparate. – ¡Qué buen Dios! -exclamaba Bombón, ¡Qué buen Dios, Periquito! dile a tu madre que te dos reales y así dejas de babearme el escaparate, ¡cojones! que me los vas a desgastar.
Felisa, la siesnoes, madre de Periquito era una mujer lista como un conejo. Viuda desde los 23, con un chiguito en cada cuadril se quedó la Felisa la noche que Ramón Tiriti se cayó al pantano en la última borrachera.
– Como burro que le quitan la albarda te has quedado, Felisa -le decía Don Taciano.
– Pero hombre de Dios, cómo se le ocurre a usted decir esas barbaridades.
– ¡Coño! pues porque es verdad, Felisa, que más vale vestir santos que desvestir borrachos, ya te lo decía tu abuela y tu erre que erre, vas y te casas con el Tiriti que, además de borracho no pegaba palo al agua. Eso si, el jodido te hizo dos hijos -Que son unos querubines, Dios los guarde- pero te los hizo en un abrir y cerrar de ojos. Que con la barandilla del pantano no atinaría -Dios lo tenga en su gloria- pero hija, contigo se lució.
Lo cierto es que Felisa, la «Siesnoes» sólo tenía una idea en mente: volver a casarse con un hombre de bien, de la capital y con negocio propio a poder ser. Y para ello se había convertido en una maestra del aparentar, una maga que sabía convertir las pesetas en duros o, aunque no lo hiciera de forma real lo hacía en apariencia.
Mucha sardina se comía en casa de la Siesnoes, mucha patata sin nada y mucho tocino con pan para que los hijos, Periquito y Manolín tuvieran ese lustre que sólo tienen los ricos. Esas carnes fofas y blancas que nunca se exponían al sol.
No iban Periquito y Manolín con los chiguitos de merienda a la parva del río, ni a coger moras, ni a bañarse en el pantano. Pero salían a la calle que daba gloria verlos, que parece que venían siempre de misa mayor. La Siesnoes se daba mucha naña con la Singer de su madre para hacer, deshacer, cambiar cuellos, modernizar y rehacer lo que hiciera falta. Sólo necesitaba un retalillo, unos alfileres, hilos de hilvanar y la Singer para salir a la Plaza del Rollo como si fuera una actriz de cine, que parecía la mismísima Raquel Meller.
Enfilaba Periquito Tocino la calle para ir a la catequesis de la mano de su madre, la Siesnoes, cuando vieron -mejor dicho, vió- así como de refilón, en el escaparate de las Novedades Doyague, en la esquina de la Plaza Mayor, un traje de marinero, que digo de marinero, que eso era de almirante del estado mayor por lo menos. Con sus galones, sus cordones dorados de colgando a un lado, los adornos de los hombros con esos flecos que casi tintineaban, como los cristalitos de las lámparas que Doña Maximina tenía en su casa. Eso sí era un traje para hacer la comunión como Dios manda. Y para salir en la procesión del Corpus, que para ese época ya venía mucha gente de posibles de la capital. A ver quien era el guapo que se atrevía a mirar a la Felisa por encima del hombro otra vez. La pobre viuda del borracho.
Petrificada se quedó la Felisa en medio de la plaza, que ya estaba dándole al magín a ver cómo podía hacerse ella con ese traje.
-Vamos madre, tiró Periquito de la mano de Felisa. Vamos, que si llego tarde, Don Taciano no me dejará hacer de monaguillo el domingo y me quedo sin la paguita.
Llegaron hasta la misma puerta de la Iglesia de San Fructuoso, donde les estaba esperando Don Taciano.
– Hombre, Felisa, a ti te quería yo ver
– Usté dirá, Don Taciano
– Mira Felisa, ya se yo que tu, con lo apañada que eres, para la comunión de Periquito le vas a hacer un traje con todos los amenes, pero yo, la verdad hija, es que preferiría que los chiguitos fueran así, como de domingo, sin más alamares, que para recibir a Nuestro Señor no se necesita más que un corazón limpio. Que luego, si hay mucha diferencia entre ellos, pues ya sabes cómo son las gentes de por aquí, que no les va a sentar bien.
– Claro, claro, Don Taciano, tié usté toda la razón. Al chiguito le apaño yo con el pantalón de los domingos y una camisa bien planchada y almidonada y va la mar de bien, diga usté que sí. Y mientras, para adentro rumiaba la Felisa: estás tu listo, curita, si te crees que voy a dejar que mi Periquito vaya a comulgar de cualquier manera, para que todo el pueblo lo vea y se piense que somos unos andrajosos. ¡Aunque me tenga que quitar el hambre a pedradas!.
Don Taciano, que me tengo que ir, que voy a bajar a la huerta con mi suegro a ver si sacamos unas acelgas. Giró sobre sus talones y se fue prácticamente volando a la tienda de Don Ruperto.
Don Ruperto Doyague regentaba junto a Doña María, su mujer, la tienda de Novedades del pueblo. ¡Tenían unas cosas! la última moda. Lo traían todo de Valladolid y hasta viajantes de Madrid. Las mejores telas, la mayor variedad de hilos -hilaturas Fabra y Coats decía el mueble de madera lleno de cajones diminutos. Había botones de todos los tamaños y colores. Te prestaban los patrones, te dejaban mirar las revistas, esas que estaban escritas en estranjero y que venían nada menos que de París de la Francia. Novedades Doyague era el paraiso en medio de la llanura castellana.
Don Ruperto, el dueño, era el hombre más singular de la comarca. con su bigote tan bien arreglado y la cara como recién dada de crema, oliendo limpito a Ponds y jabón de olor. Esos ojillos claros que miraban con inteligencia y oficio.
Llevaba bastón con empuñadura de plata y no era cojo. Llevaba el bastón como un señorito, como un alcalde la vara de mando. Y tenía un anillo con un diamante de verdad en el dedo, pero uno grande, como un garbanzo, no como el de Doña Úrsula, la de la leche, que era más pequeño que una lenteja y no paraba de pasártelo por la cara. No, Don Ruperto lo llevaba con naturalidad y era un diamante diamante, como los de las películas. ¡Y tenía un pico! Más que el adobón del alcalde, Miguel el Carraspas, el Cabo Soria, Don Taciano o Don Ángel, el médico del pueblo. juntos. No había color, Don Ruperto era un dandy, así como Rodolfo Valentino, pero a la castellana.
Gracias a los ahorros de Felisa y a la bondad de Don Ruperto, que le hizo un plan de pagos, que casi parecía una hipoteca de las de ahora, la Felisa se llevó esa misma tarde -por los atrases, para que nadie la viera- el traje de almirante a su casa para subirle bajos, sacar mangas y poner adornos a discreción. Por si acaso no llevaba suficientes.
El primer domingo de mayo era la cita. El primer domingo de mayo, día de la madre, que mejor día. El primer domingo de mayo en la Iglesia de Santa María, en la misa mayor. Las campanas repicando desde las once y media. Cargados de confites los abuelos. Plumas, relojes, sellos de oro, cajas de compases y alguna bicicleta esperando el momento de la tarta y los hornazos, el vino y la gaseosa. Hasta dos botellas de sidra compró la Felisa para convidar a las vecinas del Rollo.
Fermín, el de los lagartos, aparcó la mala leche ese día y llevaba los bolsillos llenitos hasta arriba de petardos. -Que nos oiga hasta la Virgen, ¡me cagondiós!
En la puerta había ya algunos niños nerviosos, aviados de domingo. Las niñas con vestiditos blancos de organdí, el pelo con cintas blancas y tirabuzones hechos a tenacilla limpia. Mediodía en punto, la hora marcada y el sol en todo lo alto.
Periquito Tocino, por expreso deseo de su madre, bajaba tarde a la cita con el Altísimo para que todo el mundo lo viera llegar desde el rollo a Santa María, con su inmaculado traje color crema, que parecía el mismísimo Nelson. Que Felisa mucha idea de quien era el Nelson ese no tenía, pero debía ser uno de mucho empaque, que se lo había dicho Don Ruperto y eso era lo más en cuestión de elegancia y «Sabuarfer»
Don Taciano que estaba ya descompuesto por la falta del chiguito iba de un lado al otro de la puerta de la iglesia, con los niños en fila india, esperando al más alto para entrar por el pasillo central, tal y como habían ensayado. En la puerta estaba, como un león enjaulado, venga a mirar el reloj del bolsillo de segundo en segundo.
Se le cortó la respiración al ver de lejos a un rollizo alonso Enríquez, almirante de Castilla, después de haberse comido las tres Caravelas y hasta a los hermanos Pinzones.
¡¡¡Me cagondiós, Felisa!!! ¿¿¿Qué cojones tiene que ver la Infantería de Marina con las Hostias consagradas????